“La medicina es mi esposa legal. La literatura, sólo mi amante.”
Anton Chejov (1860-1904) Médico, escritor y dramaturgo ruso |
Curiosa declaración de un hombre a
quien su obra trajo fama, riqueza, y una popularidad cercana a la adoración, de
un escritor que entre 1880 y 1885 publicó más de trescientos cuentos, de un
dramaturgo que moriría escribiendo El
jardín de los cerezos a razón de cuatro líneas por día. Pero no tan curiosa cuando en un repaso de su
vida vemos que nunca abandonó la medicina, su vocación primera.
Ya célebre, ya consagrado como uno
de los grandes autores de su tiempo, Chéjov siguió atendiendo enfermos,
levantando o renovando hospitales, ocupándose de mejorar las condiciones de los
pacientes indigentes. ¿Era buen
médico? Uno de sus biógrafos dice
piadosamente: “Sabemos por sus ideas sobre el tema que no pudo hacer mucho daño”.
Por supuesto, a los lectores nos
interesa menos la actividad de Chéjov médico que la de narrador o
dramaturgo. De ahí la suspicacia que
despierta cuando enarbola su relación con la medicina como una libreta de casamiento,
cuando califica a la literatura como un desvío de la legalidad, un impulso
sexual públicamente deshonroso. ¿Quiso
tal vez quitarle a sus libros un aura de esplendor que a su modestia le parecía
excesiva? La “grandeza” de cualquier
cosa, en cualquier género, lo llevaba a un punto de franca irritación.
Es bien conocida la anécdota de la
visita que le hizo Tolstoi cuando Chéjov, en una de las fases de la
tuberculosis, estaba internado en un hospital.
Nadie más elevado en términos de “grandeza” que el imponente, viejo
Tolstoi, que traía a la cama de aquel joven cuentista el mundo arrollador de un
genio, el discurso de un profeta, la cargazón de halagos que volcó sobre él
como si en vez de una pobre cabeza en una almohada ahí yaciera toda una
generación. Chéjov admiraba y respetaba
a Tolstoi, pero de la visita consagratoria del maestro apenas comentaría
después el recuerdo de su propia debilidad, de su cansancio y de un nuevo
ataque de tos.
Durante toda su vida sostuvo que
nada lo había emocionado tanto como recibir el diploma de médico e imprimir
tarjetas con este título: “Doctor y médico de distrito. Anton Chéjov”. ¿Se sumaba a esos escritores vanidosos que
alcanzado el éxito como escritores confiesan que su verdadera ambición era ser
músicos, pintores o cantantes de café-concert y que por falta de talento para
esas artes cayeron en la vulgaridad de la literatura? No. El
doctor Chéjov nunca fue un Jekyll que deseara las andanzas de un Hyde. El escritor y el médico siempre se
mantuvieron juntos. La única distancia
la hemos puesto nosotros, los lectores, por inercia.
La novela corta Una vida, que con este
título endeble es una narración autobiográfica, subraya el impulso de
sobrevivir a la soledad, a la pobreza, al abandono de los padres, a una familia
empecinada en su propia destrucción que se muda a Moscú cuando Chéjov tiene dieciséis
años, dejándolo solo a cargo de una casa y de un negocio en ruinas. Chéjov estudia y persevera. Finalmente obtiene una beca para la
Universidad de Moscú, donde cursa la carrera de Medicina mientras escribe
cuentos. Cuentos de humor que firma con
el seudónimo “Chejonte”, cuentos de los que no espera ninguna clase de gloria
sino algo de plata para ayudar al sostén de esa familia que siempre será una
carga, una deuda y una mezcla de tragedia y de amor. A los veinticinco recibe el título de médico. Su primer trabajo fue curar una muela. Sin éxito.
A esa edad también tiene la primera hemorragia, el primer aviso de la
tuberculosis que lo matará. Durante
años, niega la enfermedad. Necesita
seguir trabajando. Como escritor y como
médico.
Ni una salud cada vez más frágil, ni
la celebridad y el dinero que le dan sus cuentos y obras de teatro, le impiden atender
a los enfermos. En 1885, en la casa de
campo de unos amigos ricos donde ha sido invitado para recuperarse de una de
sus tantas recaídas, anota: “Los enfermos se agolpan aquí y me acosan.
He atendido a unos cientos. Gané
un rublo en total”. Escribe desde las
siete de la mañana hasta el mediodía.
Por la tarde, recibe a los pacientes.
De noche, lo llaman y acude a salvar a los casos de mayor urgencia.
Durante una estada en Yalta, en otro
de los inútiles intentos de ganarle a la tuberculosis en un clima benigno y en
un ámbito despojado de las tensiones de la capital, se horroriza del mal trato
que reciben los enfermos pobres y decide construir un sanatorio para
ellos. Le tomó dos años reunir los
cuarenta mil rublos que costó el hospital que hoy lleva su nombre.
Sano, era asombrosamente
enérgico. Sabemos que nunca se
comprometió con los avatares políticos de la Rusia de su tiempo, que se negó
estoicamente a poner su firma al pie de manifiestos de protesta (lo hizo una
única vez, pidiendo la libertad de Gorki) pero le preocupaba la situación de
los presos y fue a la cárcel de Sakhalin, en la terrible Siberia, con el
propósito de investigar sobre el tema y escribir un libro.
El viaje de Moscú a Siberia duraba
unos tres meses y ese hombre enfermizo, siempre oscilando entre la vida y la
muerte, lo hizo en tren, en barco, en carretas.
Pasó casi medio año en la isla de Sakhalin. Solo, sin ayudantes, hizo un censo de la
población. Analfabetos, ladrones,
asesinos e inocentes. Llenó, de su puño
y letra, diez mil fichas. No escribió el libro. Quedó el censo.
En 1896, en su casa de campo de
Melikovo, cuando una epidemia de cólera amenazó el distrito, Chéjov, ya el
autor más famoso de Rusia, buscó y leyó los estudios más recientes publicados
sobre el tema, las medidas que podían evitar que la enfermedad se
propagara. Como no tenía suficiente
dinero pidió donaciones a sus amistades, a los terratenientes vecinos,
recorriendo caminos en un viejo coche de caballos. Con el capital que reunió hizo construir
pabellones para aislar y atender a los enfermos en veinticinco aldeas. El distrito se salvó.
Raymond Carver cuenta en Tres rosas amarillas, un no-cuento que
se hace tal por los matices líricos del escenario narrativo de Carver, los últimos momentos de Chéjov en el hotel de
Badenweiler, una balneario de lujo. El
escritor estaba allí con su mujer la actriz Olga Knipper. Los dos actuaban —
para la familia y para ellos mismos — una optimista ficción en la que Chéjov
descansaba y mejoraba. La verdad era que
Chéjov llegó al hotel desahuciado, muriéndose.
El médico que acudió una noche,
llamado de urgencia por la esposa, supo que esa noche era la última. E hizo el gesto de un médico chejoviano. Tomó el teléfono y pidió que subieran tres
copas de champagne. Chéjov bebió la
suya. “Hacía tanto que no tomaba champagne”, suspiró. Un minuto después estaba muerto.
Hay una extraña relación entre la
obra de algunos escritores y su vida.
Como si a partir de cierto punto el autor de un mundo imaginario
empezara a vivirlo, al modo en que alguien sueña una casa y se instala en ella,
acomoda sus muebles, sus pertenencias, sus manías, para no mudarse nunca más.
Que el médico que asistió a Chéjov
la noche de su muerte pidiera las tres copas de champagne fue un giro rápido en
dirección inversa a la costumbre. En
circunstancias similares, habría recetado algo igualmente inocuo pero más serio
o rutinario, conforme a la profesión y al diagnóstico. Tuvo apenas segundos para decidirse. ¿Por qué lo hizo? Ni él mismo sabría la razón
de este viraje insólito que sacó a los tres personajes de una escena común para
ponerlos en esa que se enmarca con claro sentido estético. Pero uno siente que está bien, que no debía
saberlo. Que obedeció otras leyes. Leyes no escritas y sin embargo impuestas
sutilmente, misteriosamente, por la escritura de los libros.
Y aplicó la ley de un sueño
personal, grabado por esa extraña perseverancia literaria en el destino que se
elige. La del doctor Chéjov, médico de
distrito, la de Anton Chéjov, escritor, en su mejor estilo.
Vlady Kociancich 2007La raza de los nerviosos
Seix Barral Colección Los Tres Mundos Ensayo
Vlady Kociancich Argentina |
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