Estoy esperando el tren de Tokio a Kioto. En el andén de la estación de Tokio se indica el lugar exacto de las puertas de cada vagón al detenerse el tren. Los asientos están todos reservados y antes de que el tren haya llegado, los viajeros están ya en su puesto, en filas entre rayas blancas que delimitan las muchas pequeñas colas perpendiculares a las vías. La agitación, la confusión, la nerviosidad parecen ausentes de las estaciones japonesas. Los viajeros se distribuyen como en un tablero de ajedrez donde todas las movidas están previstas. Y los que llegan son encaminados en chorros de multitud compacta, sólida, continua, que fluye por las escaleras mecánicas, sin espacio para el desorden: en la ilimitada área de Tokio millones de personas se desplazan en tren cada día entre sus casas y el trabajo. En la cola de los que parten observo a una anciana con un rico quimono violeta pálido, rodeada de familiares jóvenes, hombres y mujeres, en actitud respetuosa y solícita. En una época como la nuestra que vive en un perpetuo ir y venir, para la cual los cambios pendulares de lugar constituyen una costumbre, las despedidas de las familias en la estación son escenas de otros tiempos. En los aeropuertos el ritual de las despedidas y de los encuentros, que define el viaje en cuanto circunstancia excepcional, todavía puede ser materia de un eventual estudio del comportamiento afectivo en los diversos países del mundo; pero las estaciones ferroviarias son cada vez más el reino de multitudes solitarias, donde nadie acompaña a nadie. Tanto más a un tren como éste que va sólo hasta Kioto, a tres horas de viaje.
Nuevo en el país, estoy todavía en la fase en la cual todo lo que veo tiene un valor propio porque no sé que valor darle. Bastaría que me quedara un poco en Japón y no hay duda de que también para mí sería un hecho normal que la gente se salude con repetidas inclinaciones profundas, aun en la estación; que muchas señoras, sobre todo ancianas, lleven el quimono con el fastuoso nudo en la espalda que forma una ligera giba bajo el abrigo y pasitos saltarines con sus calcetines blancos. Cuando todo haya encontrado un orden y un lugar en mi mente, empezaré a no encontrar nada digno de observarse, a no ver más que lo que veo. Porque ver quiere decir percibir diferencias, y apenas las diferencias se uniformizan en lo previsible cotidiano, la mirada se desliza por una superficie lisa y sin puntos de apoyo. Viajar no sirve mucho para entender (esto lo sé desde hace tiempo; no he necesitado llegar al Extremo Oriente para convencerme) pero sirve para reactivar por un momento el uso de los ojos, la lectura visual del mundo.
La señora se ha ubicado en el vagón junto con una muchacha de unos veinte años, y ahora intercambian grandes inclinaciones con los que han quedado en el andén de la estación. La muchacha es graciosa, sonriente, lleva sobre el quimono una especie de túnica clara, de tela ligera, que podría ser un delantal de entrecasa, un guardapolvo. Lo que la muchacha evoca es una impresión casera, tal vez por el modo en que dispone en torno al asiento de la señora un ángulo acogedor, sacando del equipaje canastitas, termos, libros, revistas, caramelos, todo lo que puede hacer confortable el viaje. No tiene nada de occidental esta muchacha, es una aparición de otros tiempos (vaya a saber cuáles) por el arreglo, por la expresión risueña, fresca y leve. En la vieja señora, en cambio, los pocos elementos occidentales y hasta americanos ‑los anteojos con montura plateada, la permanente azulada recién salida de la peluquería‑ que se suman al traje tradicional, dan la sensación precisa del Japón de hoy.
En el vagón hay muchos asientos libres y la muchacha, en lugar de sentarse al lado de la señora, se ha acomodado en la fila de adelante, asomándose al respaldo, y ahora le sirve de comer: un sandwich en un cestito de paja. (Alimento occidental en una confección tradicional, esta vez: lo contrario de lo que se ve habitualmente en las frecuentes meriendas ligeras de los japoneses: por ejemplo, durante los larguísimos espectáculos del teatro Kabuki, los espectadores abren crepitantes conteiners de celofán de los que extraen con los palillos bocados de arroz blanco y pescado crudo.)
¿Qué es la muchacha para la señora? ¿Una nieta, una camarera, una dama de compañía? Está siempre ocupada, va, viene, parlotea con toda naturalidad, ahora vuelve del vagón‑bar trayendo una bebida fresca. ¿Y la señora? Parece que todo le fuera debido, está siempre mirando por encima del hombro. En momentos como éstos se siente la distancia entre dos civilizaciones: no saber definir lo que se ve, los gestos y los comportamientos, no saber qué es lo que hay de igual en ellos y qué de individual, qué es normal y qué es insólito. Aunque mañana tratase de preguntar a un japonés que quisiera escucharme: «He visto a dos personas así y así. ¿Qué serían? ¿Qué relación social o familiar hay entre ellas?», me resultaría difícil hacer entender mi curiosidad y obtener la respuesta adecuada, y de todos modos cada definición de un papel exigiría la explicación del contexto en el que la función se inserta, abriría nuevos interrogantes, y así sucesivamente.
Mujer japonesa en quimono violeta Antigua tarjeta postal Fuente: Internet |
Del otro lado de la ventanilla continúa una interminable periferia. Recorro los títulos del «Japan Times», diario de Tokio en inglés. Hoy se cumplen los cincuenta años del reinado del Emperador y el gobierno ha organizado una solemne ceremonia. Sobre la oportunidad de esta manifestación ha habido muchas polémicas; la izquierda está en contra; se preparan manifestaciones de protesta, se temen atentados. Desde hace algunos días, en Tokio la policía vigila cada encrucijada, las camionetas de las asociaciones nacionalistas atraviesan la ciudad embanderada difundiendo himnos marciales.
Esa mañana, durante el recorrido del taxi del hotel a la estación, Tokio estaba negra de escuadrones de policía, con sus escudos y largas matracas. En un terreno baldío se había sentado en el suelo un centenar de jóvenes entre banderas rojas, bajo el tronar de un altoparlante: seguramente una de las concentraciones de protesta organizadas en los diversos barrios.
(Impresiones rápidas de los primeros días en Tokio: es una ciudad toda llena de calles sobreelevadas, puentes, monorrieles, empalmes, columnas de tráfico que fluyen lentas a diversos niveles, pasajes subterráneos, galerías peatonales bajo tierra: una metrópoli en la que todo puede suceder al mismo tiempo, como en dimensiones no comunicantes entre sí e indiferentes: cada acontecimiento está circunscrito, constituye un orden en sí que el orden circundante delimita y engloba. En el aire lluvioso de la tarde desfilan unos huelguistas, una columna llena un pasaje, se detiene en un semáforo, vuelve a arrancar con el verde, ritmada por los sones de un silbato, banderas rojas todas iguales, precedida y seguida por negros pelotones de policías, como entre paréntesis, mientras el tráfico sigue en las otras calzadas. Todos miran para adelante, nunca a los lados.)
El «Japan Times» ha interrogado a unos veinte japoneses conocidos (artistas y deportistas sobre todo) acerca de sus sentimientos hacia el Emperador y a propósito de la celebración. Sobre ésta muchos son indiferentes o dudan; sobre la persona y las instituciones, los pareceres van desde la reverencia incondicional (especialmente entre los más viejos de los interrogados), al recuerdo cargado todavía de emoción de cuando se oyó por primera vez la voz de ese ser hasta entonces invisible e inaccesible (cuando anunció por radio, un mes después de los bombardeos atómicos, la capitulación), a la perplejidad provocada por una permanencia tan larga en un trono puramente simbólico. (El Emperador es algo más y algo menos que un monarca constitucional: según la Constitución, es el «símbolo del Estado y de la unidad del pueblo», pero está desprovisto de cualquier poder o función.) «Casi la mitad de estos cincuenta años de reinado han sido de guerras y de invasiones», recuerda un viejo literato que se declara contrario a la celebración, aunque confirmando su respeto por la persona y por la institución. (En la televisión, esa noche, se verán las imágenes del día en Tokio, muy claras aun para quien no entiende el comentario del locutor: en rápidos encuadres se despliega la serpiente ondulante de los manifestantes con las cabezas bajas; la policía avanza con los escudos y los bastones alzados; cargas, confusión, lluvia de puntapiés sobre un caído en el suelo; después secuencias más largas de barrios de fiesta, niños con flores, banderitas, linternas. En una gran sala el Emperador minúsculo, de frac, lee su discurso recorriendo las líneas de arriba abajo con mirada anteojuda; sentada a su lado la Emperatriz, de sombrero y vestido claro. En su discurso ‑dice el titular del diario al día siguiente‑ el Emperador declara que lamenta tanto las víctimas de la Segunda Guerra Mundial.)
Los primeros días en un país nuevo nos esforzamos por establecer vínculos entre todas las cosas que nos pasan delante de los ojos. En el tren mi atención está dividida entre leer los comentarios sobre el Emperador y observar a la vieja señora impasible, servida y reverenciada en medio de ese tren de hombres de negocios que abren sobre sus rodillas dossiers de balances y presupuestos y proyectos de maquinarias y construcciones. En Japón las distancias invisibles tienen más fuerza que las visibles. En Tokio una calle central flanquea el canal que ciñe la verde zona de los palacios imperiales. El atasco ininterrumpido del tráfico lame una línea más allá de la cual todo es silencio. Las verjas de los jardines se abren a la multitud sólo dos veces al año, pero durante todo el año comitivas de peregrinos descienden de los autobuses y siguen a pie detrás de una hostess, costeando las murallas hasta las puertas de la Plaza de los Dos Puentes donde se hacen fotografiar en grupo. Ese es el último límite a que puede llegar el común de los mortales en días normales; más allá comienza la residencia de los soberanos, dimensión casi ultraterrena. Yo también fui, como turista diligente, pero no se veía absolutamente nada: un cuerpo de guardia, un puente de dos arcos sobre el canal, entre sauces llorones.
La joven se ha sentado ahora junto a la señora y habla y ríe. La señora calla, huraña, no contesta, no se vuelve, mira fijo hacia adelante. La muchacha sigue discurriendo, risueña, leve, como pasando de un tema a otro, improvisando motivos de relato y de broma, aplicando un arte de la conversación seguro y discreto, una regla de comportamiento connatural y desenvuelto, casi como siguiendo variaciones musicales sobre un teclado. ¿Y la vieja? Callada, seria, dura. No se puede decir que no escuche, pero es como si estuviera junto a la radio, recibiendo una comunicación que no implica ninguna respuesta de su parte.
¡En fin, esta vieja es una antipática espantosa! ¡Es una presuntuosa egoísta! ¡Es un monstruo! Aun yo, que en lo posible trato de no formular juicios sobre lo que no estoy seguro de entender, puedo estar sujeto a súbitos estallidos de ira. Así en ese momento me pongo furioso para mis adentros con la vieja señora, que me parece la encarnación de algo terriblemente injusto. ¿Pero quién se cree que es? ¿Cómo puede pretender que merece tantas atenciones? Mi resentimiento por la altanería de la señora crece al mismo tiempo que mi admiración por la gracia, el buen humor, la buena educación de la muchacha ‑cualidades para mí igualmente misteriosas‑ que me dan la sensación de un derroche imperdonable.
Mirándolo bien, lo que me trabaja en este momento es un estado de ánimo complejo y mezclado. Hay desde luego un impulso de rebeldía nacido de la solidaridad con los jóvenes contra la autoridad aplastante de los viejos, y por debajo, contra el privilegio de los señores. Todo esto es cierto. Pero tal vez hay algo más, un fondo de envidia, una rabia que viene de que me identifico en cierto modo con la parte de la vieja señora el deseo de decirle apretando los dientes: «¿Pero no sabes, estúpida, que entre nosotros en Occidente nadie podrá nunca más ser servido como te sirven a ti? ¿No sabes que en Occidente ningún viejo será jamás tratado con tanta devoción por una joven?»
Sólo representándome el conflicto como algo que sucede dentro de mí puedo penetrar su secreto, descifrarlo. ¿Pero será así? ¿Qué sé yo de la vida de este país? Nunca he entrado en una casa japonesa y ésta es la primera vez durante mi viaje (y será también la última) que puedo echar una mirada sobre algo como una escena de vida doméstica. La tradicional casa japonesa parecería abrirse con sus delgadas puertas corredizas como telones sobre un escenario sin secretos. Al contrario, éste es un mundo en que el dentro y el fuera están separados por una barrera psicológica difícil de salvar. La prueba está en la representación pictórica. En Occidente los pintores del Trescientos resolvieron de una vez por todas el problema de la representación de interiores de un modo que nos parece hoy obvio, es decir, suprimiendo una pared y mostrando la habitación abierta como una escena teatral. Pero un par de siglos antes los pintores japoneses del siglo XII habían encontrado otro sistema, menos directo pero más completo, para explorar visualmente el espacio interno respetando la separación de fuera: suprimían el techo. En los rollos pintados que ilustran los manuscritos de la refinada literatura cortesana de la época Heian, el estilo llamado fukinuli‑yatai (que significa exactamente «casa sin techo») encuadra los personajes estilizados, sin espesor, en una oblicua perspectiva geométrica de tabiques, marcos de puertas, muros altos como biombos, que permite ver lo que sucede contemporáneamente en las diversas habitaciones. Cada vez que echo una mirada sobre el respaldo que me separa de las dos mujeres, la escena ha cambiado; ahora la vieja está hablando con mesura, con paciencia. Parece que hubiera un perfecto entendimiento entre las dos. Pocos días antes me había detenido a observar en el museo de Tokio algunos de los elegantísimos rollos que ilustran el diario y la novela de la exquisita Murasaki. Ahora la presencia de la joven que alza su sonrisa y traza líneas suaves y compuestas con el cuello, los hombros, los brazos, como un personaje de Murasaki en medio de un mundo de dureza, me hacen aparecer el interior del vagón del tren eléctrico como una de las casas sin techo que revelan y al mismo tiempo esconden fragmentos de vida secreta en un rollo pintado.
Italo Calvino
Colección de arena, IV : Japón
"La forma del tiempo" comprende páginas sobre Japón y sobre México, de 1976, en parte publicadas en el «Corriere della Sera», y en parte inéditas, páginas sobre Irán, inéditas, de los apuntes de un viaje hecho en 1975.
Trad. Aurora Bernárdez
Madrid, Siruela, 2011
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