INÉS DE CASTRO, la reina póstuma

por: Violeta Balián


Inés de Castro (m. 1355)
Una representación del siglo XVII



La Historia cuenta con innumerables episodios en los que la juventud y el amor se sacrificaron en pos de las ambiciones tanto personales como políticas.  Entre ellas, ninguna más dramática que aquella de Don Pedro I de Portugal y la hermosa, trágica Inés de Castro.  Una increíble historia de amor que devino leyenda y tuvo lugar en la Edad Media.

En 1341 y por razones de estado, Don Pedro, hijo de Alfonso el Bravo de Portugal, accedió a esposar a Constancia, hija de la casa real de Aragón. 
En su viaje a la corte de Lisboa, Constancia llegó acompañada de su prima, Inés de Castro,  hija ilegítima de Don Pedro Fernández de Castro y una noble dama portuguesa.  Al parecer fueron estas circunstancias las que hicieron que Inés y Pedro se encontraran en frecuente compañía dando lugar a una viva pasión entre ellos y que sólo controlaban los lazos inviolables que les unía a Constancia.  Se dice que por esa razón nunca le fueron infieles.  Sin embargo, resulta casi imposible aceptar que Constancia no estuviera al tanto de la relación y que, naturalmente la vencieran los celos.  Se afirma también que Pedro, si bien desapasionado, nunca dejó de mostrarle amabilidad y consideración. 
Alfonso, el monarca, también tomó cuenta de la situación.  Y temió, por simples razones de estado.  Una posible muerte de Constancia seguida de un matrimonio entre Inés y Don Pedro no le convenían, por lo que concibió una sutil estratagema para prevenir tal contingencia: invitó a Inés a ser la madrina de uno de los hijos de don Pedro.  La conexión entre padre y madrina era una barrera insuperable hacia el matrimonio como lo hubiera sido una relación natural. 

Constancia murió al dar a luz.  Don Pedro, ahora libre,  no pudo soportar la separación de la mujer que amaba.  Se abocó entonces a conseguir una dispensación eclesiástica especial y se casó con Inés en secreto, sabiendo que contaban con la firme oposición del rey.  Desafortunadamente, Don Pedro reflexionó sobre las consecuencias del hecho una vez que éste se había consumado.  Y el temor a la ira de su padre le forzó a una acción cobarde.  Instaló a Inés con todos los lujos en Coimbra donde ella vivió, feliz y recluida, mientras Don Pedro mantenía muy secreta la legalidad de esa unión.  Tanto que ni siquiera trató de defender las virtudes de su esposa frente a las imputaciones que se le hacían en la Corte.  Por su lado, Inés, disfrutando del amor de Don Pedro, le daba tres hijos y una hija. 
El surgente poder de la familia Castro desató marcados odios e intrigas por parte de sus rivales en España y en Portugal esparciendo por la corte de Lisboa rumores de que Don Pedro e Inés estaban legalmente casados, razón por la cual muchos cortesanos de influencia comenzaron a temer la posibilidad de convertirse en súbditos de una reina castellana, lo cual alarmó al Rey Alfonso cuyas preocupaciones giraban en torno de su propio trono y la seguridad de su nieto mayor, Fernando, hijo de Constancia.  Un grupo de nobles persuadió fácilmente al rey Alfonso sembrando la noción de que el único remedio para el peligro que se avecinaba, era la muerte de Inés.  Pero como el rey no era un individuo naturalmente cruel y amaba a su hijo, vaciló. Finalmente consintió.  Tiempos crueles, aquellos.  Y aprovechando una ocasión en que don Pedro se encontraba ausente, el viejo rey acompañado por tres instigadores se dirigieron en secreto hacia Coimbra. Emocionado por la belleza y el terror de Inés, Alfonso vaciló una vez más.  Quería dejarla en paz, pero los nobles se burlaron de su debilidad y reiteraron los peligros que implicaba la existencia de esta mujer. De mala gana dio su consentimiento, y sin piedad alguna, los caballeros asesinaron a la desafortunada consorte de Don Pedro en el año 1355.

Asesinato de Inés de Castro
Al enterarse del hecho atroz, el dolor y la furia de Don Pedro tomaron tintes de locura, sentimientos que ejercieron una temible influencia por el resto de su vida.  Le dominaba un único objetivo: la venganza.  Por lo que incitó inmediatamente a una rebelión contra su padre pero al hacerlo destruyó medio Portugal.  Solamente su madre pudo interferir y contenerlo recordándole que las únicas víctimas del crimen de su padre eran su propia gente.  Pedro dejó las armas y aceptó una reconciliación por la que recibió una buena participación en el gobierno.  En tanto el rey, sin perder un minuto protegió a los tres asesinos enviándolos a Castilla y procuró que Don Pedro se olvidara de Inés interesándolo en otro matrimonio.  No tuvo éxito. A pesar de que Don Pedro ya había formado una inesperada relación ilícita con la hermosa gallega Teresa Lourenço y todo Portugal respiraba aliviado al asumir que con esta nueva relación había olvidado finalmente a Inés.  Los eventos que siguieron dejaron en claro que él solamente había tomado una amante para arruinar los planes de un nuevo matrimonio real.
En el año 1357 murió el rey Alfonso IV y el Infante Don Pedro se convirtió en Rey de Portugal. Ascendió al trono y lo primero que hizo fue vengar a su perdido amor firmando un tratado con Pedro el Cruel de Castilla, en cuyos dominios se refugiaban los tres asesinos de Inés.  Los monarcas acordaron en efectuar una transferencia de fugitivos.  Además, para adelantar sus objetivos, Pedro casó a sus tres hijos sobrevivientes con las hijas del rey de Castilla.  Puesto sobre aviso, uno de los asesinos huyó a otro país.  Los otros dos fueron capturados y sometidos a torturas muy exquisitas para describirlas en este escrito, y siempre bajo la supervisión  de Don Pedro que se deleitaba en observarlas.
Poco tiempo después fue el mismo Don Pedro el protagonista del hecho más extraño y demencial que terminó inmortalizando a la desdichada pareja. Ante una multitud reunida, el rey juró solemnemente que había esposado legalmente a Inés de Castro en presencia de su Jefe de Caballerizas y el Obispo de Guarda, y presentó pruebas para substanciar su palabra.  Acto seguido, ordenó que el cadáver de Inés de Castro fuera exhumado con la intención de realizar una magnífica ceremonia y coronar a la momia como Reina de Portugal, y observándose,  naturalmente, todos los ritos civiles y religiosos. 

El rey Pedro de Portugal obligando a sus nobles a rendir homenaje al cadáver de Inés de Castro
Hacia las calles de Lisboa partió la extraña y macabra procesión a la que acompañaba el populacho que acudía para ver a Inés, la muerta vestida en todo su esplendor y coronada con la diadema soberana.  Porque el rey había demandado que se le rindiera homenaje como si fuera una reina viva.  Y desde el más pobre hasta el más encumbrado debía besarle humildemente la mano marchita.  Terminada la celebración, y con todos los honores debidos a una Reina de Portugal, el cadáver de Inés fue reverentemente trasladado y depositado en un hermoso mausoleo en el monasterio de Alcobaça, el sepulcro gótico de reyes anteriores.   En los años que siguieron y por el resto de su vida, el rey prefirió retirarse y lamentar en  estricta soledad la pérdida de aquella a la que tanto había amado.


Mausoleo de Inés de Castro en el Monasterio de Alcobaca (Portugal)
Durante casi cinco siglos, Inés de Castro descansó sin ser molestada.  Hasta que en 1810  un grupo de soldados franceses forzaron su tumba y la abrieron. Un acto vandálico pero revelador.  El único vestigio de la legendaria belleza de Inés de Castro se hallaba dentro del sarcófago en una abundancia de su radiante y dorada cabellera.

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